lunes, 21 de julio de 2008

TRABAJO INFANTIL: UN MAL EJEMPLO

Una de las señas de identidad de una sociedad con un alto nivel de calidad de vida se manifiesta en la atención y trato que les otorga a los niños. Por ello, en el conjunto de los países desarrollados constituye un valor plenamente consolidado y unánime la idea de que los niños y adolescentes no deben efectuar trabajo productivo alguno, debiendo dedicarse en su primera etapa a disfrutar del juego y posteriormente a la adquisición de una educación en las muy diversas facetas de la vida. Naturalmente, nos referimos a la situación general de los países de nuestro entorno, pues bien son conocidas las situaciones sangrantes de explotación sin paliativos del trabajo infantil en los países menos desarrollados e incluso en aquellos otros que han experimentado un fuerte desarrollo económico en las últimas décadas. En todo caso, centrándonos en la situación española, desde mucho tiempo atrás se ha establecido una estricta prohibición del trabajo infantil en consonancia con lo que imponen los Tratados internacionales sobre la protección de la infancia y los derechos del niño, prohibición que se respeta de manera muy generalizada.
A pesar de lo anterior, se advierte una quiebra llamativa en esta materia, que suele pasar inadvertida y que, a mi juicio personal, tiene una notable trascendencia, por mucho que en términos cuantitativo afecte a pocos. En efecto, mientras que existe un rechazo generalizado del trabajo infantil en la actividad productiva ordinaria, no sucede lo mismo ni mucho menos cuando hablamos de actividades artísticas en espectáculos públicos o en ciertos deportes de competición. Ahí la conciencia social dominante resulta mucho más permisiva. Bien sea por la discutible idea de que se trata de actividades en el entorno del ocio y que se presumen supone la realización de algo satisfactorio en lo personal, por las expectativas de conseguir con rapidez prestigio o éxito social que aseguran unos ingresos económicos fáciles y elevados no alcanzables para ciertas personas por vías profesionales más clásicas, o bien simplemente por el hecho de que a todos nos provoca su gracia contemplar a niños opinando, contando chistes o actuando en ciertos programas televisivos, a veces incluso con ciertas dosis circenses, lo cierto es que existe una común aceptación de la bondad de que algunos desde muy temprana edad se dediquen a este tipo de actividades artísticas y deportivas.
Lo grave es que cada vez más se observa como estos niños y adolescentes se dedican fundamentalmente a esta tarea, llegando a profesionalizarse, para colmo con el apoyo incondicional de su familia. Nadie se pregunta hasta qué punto ello se produce con una fuerte merma del tiempo que deberían dedicar a su formación obligatoria. Lo más preocupante es que ciertos estereotipos por ellos representados influyen decisivamente en la población que los contempla en los medios y acaban transmitiendo mensajes subliminales nada edificantes, como son los relativos al éxito fácil, con demérito del esfuerzo intelectual y de formación que deben constituir valor universal para todos. No es mera anécdota que hace poco, en una publicación de amplia difusión, uno de estos personajetes, que precisamente empezó en actividades televisivas a temprana edad y hoy ya crecidito, ante la pregunta de si le preocupaba la situación económica que vivimos, respondía, probablemente queriendo hacerse el gracioso, que su receta era que todo el mundo debía “pensar menos y beber más”; se ve que lo suyo no es pensar y prefiero imaginar que de lo segundo no haya en exceso. Estos mensajes acaban calando en la sociedad y no deberíamos dejar de denunciarlos, porque al final influyen más de lo que creemos. No es exagerado relacionar este tipo de condescendencias sociales con la situación que últimamente se resalta de que nuestro país presenta elevadas tasas de fracaso escolar, doblando la media europea y donde, por desgracia, se observa una fácil predisposición a una incorporación demasiado temprana de los jóvenes al mercado de trabajo, acostumbrándose a unos ingresos económicos reducidos, pero de los que después no es nada fácil prescindir.
Aunque fuera como un granito de arena de colaboración, podría resultar conveniente que las televisiones alcanzaran un compromiso entre ellas de evitar abusos en esta materia, abandonando tanto objetivo comercial de cuota de pantalla. Tampoco vendría nada mal una menor tolerancia por parte de las Administraciones Públicas, que no deberían permitir ciertas prácticas  y excesos, pues tienen medios para impedirlos.